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A las puertas de la Navidad

A las puertas de la Navidad

A las puertas de la Navidad, los escaparates de los grandes almacenes rebosan de los típicos adornos navideños. Las luces y la fiesta de colores intensos anuncian y convocan al banquete del consumo estacional. En la construcción mental colectiva fabricada por Hollywood, Santa Claus, su trineo, sus renos y el Polo Norte no pueden están ausentes de una decoración caramelizada y barroca, digna de los estudios y parques temáticos de la Warner.

El triste episodio de la guerra putiniana no detiene el poderoso tren de la Navidad. Sin embargo, nombrar la palabra guerra en estas fechas me trae el recuerdo de aquel episodio único en 1914 cuando el canto del Adeste fideles, removió los corazones de los muchachos en las trincheras, que revivieron la fraternidad, hermanos más allá de la confrontación, y que por tres días detuvieron los combates. Y es que nos guste o no, la Navidad tiene un poder evocador de un calado incomparable.

Edith Stein, al enumerar los primeros pensamientos de Navidad que le vienen con los días más cortos y las primeras nevadas, escribe: “De la sola palabra brota un encanto, ante el cual apenas un corazón puede resistirse. Incluso los fieles de otras confesiones y los no creyentes, para los cuales la vieja historia del Niño de Belén no significa nada, se preparan para esta fiesta pensando cómo pueden encender aquí o allá un rayo de alegría”. La búsqueda de la felicidad vertebra unas fiestas en la que queremos huir por unos días del sinsentido y el individualismo voraz para recuperar aquel legado de la infancia, cuando al calor del hogar fuimos familia, y en vez de Yo, fuimos nosotros. Sin embargo, hay una conexión profunda entre el sufrimiento humano y la alegría de la Navidad. Para Charles Dickens, la relación entre recuerdos dolorosos (de su propia infancia o de la condición de los niños en la Inglaterra de su tiempo) y la benevolencia navideña es fundamental en sus escritos.

La Navidad, como la vida misma, se mueve en una dicotomía de sentires. Explosión de alegría por un lado, y tristeza cargada de melancolía por otro. Como las dos ruedas de un carro que se abre paso en los caminos, así el dolor y la dicha van girando a la vez, en la armonía imperfecta del discurrir de la vida. En nochebuena, y también en la que llaman vieja, todo se acentúa. En un momento de especial sensibilidad, la celebración de la vida se torna más desmedida y exagerada si cabe, mientras la concurrencia de la muerte propaga el silencio y la rabia contenida, dejando su poso, ese en el que el recuerdo por los que no están traspasa el alma y deja un nudo en la garganta y pena en el corazón.

Por eso, hay que respetar los tiempos de cada cual en Navidad, evitando forzar estados de ánimo, dejando que cada uno integre las fiestas a su ritmo, y comprendiendo que hay quien no tiene ganas de jolgorios porque transita un duelo que necesita ser digerido con tiempo y apoyo. Pero no hay que dejarse llevar por el espíritu de derrota aunque tengamos el alma rota. La Navidad puede ser la oportunidad para reconciliarnos con el dolor, aceptando que la fragilidad y la muerte son también parte de la vida, amando la vida hasta su misma muerte.

Es tiempo de sentarnos a la mesa en paz con nuestro pasado y nuestro presente, agradecidos por el regalo de los que no ya no están, aunque siguen con nosotros de otra manera, brindando por ellos y por el bien que dibujaron con sus vidas, y, al mismo tiempo, celebrando con quienes nos acompañan el reto de vivir, y que un año más, podemos alzar la copa por todo lo que fue y lo que vendrá. Amigo/a, brindo por ti y tu gente. Te deseo mucha felicidad encarnada, sosegada y asentada, y toda la fuerza y la luz que puedas necesitar. Feliz Navidad.

El corazón del mundo, Nico Montero

El corazón del mundo, Nico Montero

El Corazón del mundo, Nico Montero.

Mientras el mundo entero tiene los ojos puestos en Catar y su mundial, donde un nutrido grupo de jóvenes ricos y acomodados juegan a meter la pelotita entre tres palos, en complicidad con una gran maraña de intereses creados bajo el fin último y supremo de hacer mucho dinero, cientos de miles de jóvenes de todo el mundo y otros cientos de miles no tan jóvenes, se parten la cara cada día por sacar adelante realidades a las que los gobiernos y las instituciones ni llegan, ni se les espera. Acabamos de celebrar el Día Internacional del Voluntariado. Una oportunidad para rendir un sincero homenaje a tantos hombres y mujeres repartidos por todo el mundo que de manera generosa y altruista regalan su tiempo, sus esfuerzos y sus desvelos en favor de los más desfavorecidos.

Ellos no abrirán los telediarios y no serán portadas de los grandes noticiarios. No firmarán contratos ni exclusivas, y tampoco serán objetos de los flashes, aplausos y autógrafos, sin embargo, sin ellos, cientos de miles de personas quedarían a la deriva, relegados a la desdicha y al infortunio. Son los héroes anónimos que cada mañana se levantan para hacer que este mundo sea más noble y bello, y que aquello que denominamos humanidad, sea reconocido por todos con la dignidad que merece. Los verás donde la mayoría pasamos de largo y nos ponemos de perfil.

Son el calor en la noche para los indigentes que mal viven a la intemperie, abrazo y compañía para los ancianos que viven solos y abandonados, son el pan y la sonrisa para las familias que no tienen que llevarse a la boca, son apoyo y sostén para quien sufre discapacidad, compañía en las duras jornadas de hospital, refugio de migrantes y de tantos que huyen de la persecución y la barbarie, protectores del medio ambiente, son en numerosas ocasiones la voz de los sin voz, y con la fuerza de su coherencia, la voz de nuestra conciencia.

No piden nada a cambio, porque han experimentado que por encima del dinero, del éxito, de los honores y dignidades, hay cosas que ni se compran ni se venden. Han madurado un amor solidario e incondicional que rebosa con una fuerza imparable, y a la vez, impagable. En un mundo marcado por la agudizada globalización del capitalismo individualista e insolidario, ellos son el contrapunto, el giro de 180 grados, los peces de ciudad que no siguen la corriente, la punta de lanza que se adentra en los abismos para ser luz en medio de tanta oscuridad. Ni buscan ni persiguen el selfi de la autocomplacencia, porque no viven posando en la transitada galería de los insatisfechos, que necesitan exhibirse buscando el reconocimiento y el triunfo virtual, a golpe de likes.  

Los encontrarás en los bancos de alimentos y en los comedores sociales, en los asilos y en los hospitales, en las casas de acogida, en los montes y en los mares, en las frías madrugadas, en las calles y sus noches, en las prisiones, las chabolas y en los barrios marginales, en la inmensa red de la caridad y en tantas e incontables realidades. Son de todas las edades, inquietudes y bagajes, pero a todos los reconocerás por un credo inquebrantable y una gran convicción: pusieron a las personas y el bien común por encima de cualquier consideración. Siempre en deuda, y siempre agradecidos, va por todos ellos este reconocimiento. Ellos son el corazón del mundo, en un mundo que no tiene corazón.